Tool han regresado al panorama musical con un nuevo disco bajo el brazo. Atrás queda la espera y llega una obra que hay que escuchar con detenimiento porque, como siempre, hay mucha más tela que cortar que lo que parece a simple escucha.
En primer lugar, nos ha sorprendido que el disco sea prácticamente una sinfonía compuesta de siete fragmentos musicales. A las otrora complicadas estructuras musicales que siguen estando sin descifrar se les añade ahora una forma de componer que es herencia directa de la música clásica. Si le prestas atención a cada canción siempre se repite el mismo esquema. Todos los temas están formados por tres círculos concéntricos.
En el primero se anuncia una base tocada a un ritmo lento y generalmente sin distorsión. En el segundo, se acelera el tempo y se mete el antedicho efecto sonoro y en el tercero se cambia el ritmo para que todo explote antes de volver al segundo y al primero. Es decir, las canciones son como una esfera perfecta en la que todas las partes tienen su importancia. De hecho, algunos técnicos de sonido indican que si pones el disco en el sentido contrario los temas suenan exactamente igual salvo la voz.
Y es Keenan, una vez más, el que ejerce de engranaje para que cada pieza encaje a la perfección. Su rabia, su saber hacer y sus ganas de afrontar cada canción con oficio y rabia nos han sorprendido gratamente. Lo mismo decimos de un Danny Carey que logra salirse, a lo Neil Peart, de la senda sonora en muchas ocasiones para demostrar su inmensa calidad. Justin Chancellor se abona al menos es más en el bajo para que Adam Jones nos sorprenda con esos riffs que solo sabe hacer él y que, por cierto, cada vez se parecen más a los de Lifeson.
Como indicábamos, no nos podemos quedar con una canción porque sería como destrozar una obra de arte. El disco es un todo indivisible que entra mejor por el oído que los anteriores, pero que encierra un buen número de matices que habrás de descubrir. Imprescindible.
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